REFLEXIÓN SOBRE EL DOLOR Y EL MIEDO
Nadia Gabriela Navarro Baltazar
Una de las cosas que nos iguala, no solo como hombres, sino también como animales, es el dolor y la emotividad. Quizá a primera instancia se podría cuestionar la segunda. No obstante, sería un error negar afecciones como la felicidad, la tristeza e incluso la empatía a los animales no humanos. Pues si bien es cierto que no todos los animales contamos con las mismas capacidades —determinadas por la biología—; también lo es que la emotividad es un rasgo evidente en la mayoría de los animales. En fin, esta reflexión no tiene por objetivo desarrollar una temática tan amplia y espinosa como esa. Lo que pretendo en este breve texto es cultivar en el lector algunas interrogantes acerca de los mecanismos del dolor y del miedo. ¿El objetivo? Filosofar.
Es posible que la primera idea al pensar en el dolor sea una molesta sensación física. Ello a causa de determinadas experiencias lacerantes que por alguna situación, dejaron huella en nuestra memoria. No necesariamente porque hayan sido un hito en nuestra historia, sino porque el dolor es una sensación cotidiana que aparece, según el caso, con mayor o menor frecuencia en todos los animales. No obstante, si añadimos el término “emocional”, quizá venga la remembranza de un acontecimiento que verdaderamente nos marcó y posiblemente, nos siga determinando en algún sentido. La huella del dolor emocional, aunque no sea tan visible como aquella que deja a su paso una cicatriz en la piel, se manifiesta de forma punzante en lo más profundo del pecho cuando menos se la espera. A partir de lo cual, pregunto: ¿cuál dolor es peor, el físico o el emocional? Lo más seguro es que la respuesta no sea unánime. Hay quienes han vivido tan ávidamente el dolor emocional, que poco se podría comparar con el físico. Mientras que otros, al haber experimentado una afección corporal intensa, no dudarían en responder que el físico es peor. Pero, ¿realmente podemos separar el dolor físico del emocional?, ¿de verdad podemos decir que un dolor físico no afecta emocionalmente o, por el contrario, que aquel dolor que oscurece interiormente nuestros días no pasa factura al cuerpo?
Para desenmarañar esta cuestión conviene ir un paso atrás: ¿De qué nos sirve el dolor? Médicamente ayuda a diagnosticar algún problema en nuestro cuerpo con el fin de combatirlo a través un tratamiento adecuado. Sin embargo, esta explicación sólo es válida en dolores agudos. Pero existe otro tipo de dolor, aquel que no cumple una misión de alarma, sino que permanece sin importar que tengamos consciencia del problema. Ya no se trata de la mera expresión del cuerpo anunciando una complicación, sino que permanece ahí sin cura, sin razón. Ya no es señal de nada, es ahora una molesta enfermedad.
Ahora pensemos en el miedo. Biológicamente, también se trata de un mecanismo natural que nos avisa de algún peligro —e incluso nos previene de posibles dolores—. Pero, ¿en qué pensamos cuando nos viene la palabra «miedo» a la mente? Probablemente, de nueva cuenta, en algún acontecimiento que nos atemorizó de sobremanera, o quizá en alguna situación que nos afecta ahora mismo. El miedo al igual que el dolor es una experiencia habitual en la vida de todo animal humano y no humano. Pero, momento, ¿ese miedo que creemos sentir en la actualidad, verdaderamente incumbe al presente? Podríamos decir que sí, pero sólo como experiencia vigente. Porque, si lo pensamos detenidamente, su objeto siempre es futuro. El miedo tiene como elemento central la imaginación. Cuando vemos a un perro correr agresivamente hacia nosotros, tememos el daño que podría hacernos, pero en ese preciso momento nada nos está atacando; sino la pura imaginación nos está mostrando todos los posibles daños que podríamos sufrir. Como dijimos, se trata de la expectativa de un daño, de la respuesta emocional ante un peligro que creemos inminente. De manera que su mecanismo nos deja a su paso, un plano temporal alucinante: Por un lado es la anticipación de un daño o peligro futuro, y por el otro se encuentra corporalmente presente. Básicamente, con el miedo experimentamos cambios físicos a causa de acontecimientos inexistentes que nos dicta la imaginación. Entonces, ¿si no sintiéramos ese vacío en el estómago, ese temblor en las extremidades, esa aceleración del corazón, ese sudor que poco a poco moja nuestra piel, seguiríamos afirmando que tenemos miedo?
Vayamos ahora a una analogía interesante entre el dolor y el miedo. Como dijimos al principio, existe un dolor que es injustificado, que no ofrece información relevante acerca de nuestro cuerpo, pero aún así permanece, y por ello se le llama crónico. Del mismo modo, el miedo tiene un pariente muy cercano, un enemigo que no le alerta de una amenaza verdadera, sino de falsos peligros, en todas partes, con mucha frecuencia, y de manera incontrolable. Es un miedo que tiende a desbordarse y que provoca inquietudes injustificadas: La ansiedad. Esta al igual que el dolor crónico, no avisa sobre un quebranto, sino sencillamente deja a la imaginación abarcar más espacio en la mente y generar más afectos en el cuerpo. Al igual que sucede en el dolor crónico, la ansiedad deja de ser un miedo ordinario y pasa a ser un trastorno psicológico.
¡Menudo lío! Parece que ser una materia determinada no es excusa para direccionarnos unánimemente por la vida. Parece que no nos basta el presente para vivir el día a día. Parece que el cuerpo no basta cuando la imaginación es grande. Parece que la consciencia no es suficiente para evitar las amenazas. Parece que nunca podremos ser estoicos y tampoco seremos capaces de llegar al hedonismo.